La parodia de las bestias por Wilcock y Calvino

El vanidoso
Fanil tiene la piel y los músculos transparentes, tanto que se pueden ver los distintos órganos de su cuerpo, como encerrados en una vitrina; algunos aparentemente en reposo, otros animados de un ritmo peculiar, pero en realidad todos en continua y secreta actividad; lo que, por una serie de motivos, lo vuelve extremadamente desagradable. Sobre todo, porque Fanil ama exhibirse, y exhibir sus vísceras: recibe a los amigos en traje de baño, se asoma a la ventana con el torso desnudo, se acuesta en el sillón, primero panza abajo, después panza arriba, para que todos puedan admirar el funcionamiento de sus órganos, el color rojo del corazón, el color violeta del hígado, el gris verdoso de los intestinos y el amarillo de ciertas glándulas que ni siquiera él sabe cómo se llaman. Los dos pulmones se inflan como un soplido, el corazón late, las tripas se contorsionan lentamente; él hace alarde de eso, y como al parecer goza de óptima salud, a sus amigos ni siquiera les queda el consuelo de descubrir en sus órganos los síntomas incipientes de alguna enfermedad atroz.
Pero siempre es así: cuando una persona tiene una peculiaridad, en vez de esconderla, hace alarde, y a veces llega a hacer de ella su razón de ser. Fanil bien podría vestirse como todos los demás: si dejara crecer la barba, con un grueso par de anteojos oscuros, conseguiría quizás pasar inadvertido. Pero él tiene que exhibirse, como si después de todo no tuviésemos todos un corazón, un estómago y dos pulmones. Llegará el día, así al menos lo esperan sus amigos, en que alguien dirá: “Oye, ¿qué es esta mancha blanca que tienes aquí, debajo de la tetilla? Antes no estaba”. Y entonces se verá adónde van a parar sus desagradables exhibiciones.
                   "El estereoscopio de los solitarios" Rodolfo Wilcock  (Click aquí)      


Zulemo Moss
El señor Zulemo Moss terminó mal: en efecto, terminó convertido en un cenicero de madera, redondo, profundo, fácil de limpiar —basta una pasada bajo la canilla— pero sin ambiciones, sin perspectivas. Esto lo ha vuelto malísimo; en este sentido puede afirmarse que ahora su única ambición es hacer daño a los demás y la perspectiva de hacerlo, nula, porque carece de medios. No tiene manos ni miembros dignos de mención, no tiene ojos ni lengua, ni siquiera puede, por lo tanto, averiguar si merece o no, como desearía, el título del cenicero más malvado de Italia. Inerme, medita recetas de venganza:
Señor Martínez a la Húngara.
“Señor Martínez, bien depilado – Manteca – Jamón – Sal – Pimienta – Cebolla – Harina – Vino blanco, media botella – Tomates en conserva.
Corte al señor Martínez en trozos bastante pequeños. Luego coloque en una olla grande medio kilo de manteca y algunas fetas de jamón; caliente un poco y agregue después los trozos del señor Martínez, condimentados con sal y pimienta.
Cuando el señor Martínez comience a dorarse, ponga en la olla cuatro o cinco cebollas picadas y deje que siga dorándose, revolviendo de vez en cuando. En cuanto el señor Martínez tome un color más bien oscuro, espolvoréelo con la harina, revuelva, cocine uno o dos minutos, y luego riegue con el vino blanco. Deje evaporar el vino y agregue una lata de tomates en conserva. Revuelva, y después de un par de minutos rocíe con agua, la suficiente para cubrir los trozos del señor Martínez.
Baje el fuego, tape la olla y deje que termine de cocerse bien despacio. Cuando la cocción esté completa la salsa deberá estar bien espesa.
Quítele la grasa y arroje al señor Martínez con su salsa espesa por el inodoro”.
El señor Martínez es un vecino, comparten el mismo rellano de la escalera. Otra de sus vecinas de casa, la señora Cosacci, le ha inspirado una receta no menos cruel:
Hojaldre de Señora Cosacci.
“Haga una bola, cúbrala con un mantel y déjela reposar.
Transcurridos veinte minutos tome a la señora Cosacci y con un palo de amasar déle forma cuadrada, pero sin estirarla demasiado (unos cuarenta centímetros por lado). En el medio de ese cuadrado coloque el pan de manteca y ponga luego los cuatro lados de la señora Cosacci sobre la manteca, cruzándolos, de modo de cubrir bien la manteca.
Apoye levemente el palo de amasar sobre este cuadrado, para cerrar bien la masa, y deje reposar otros cinco minutos en lugar fresco.
Empiece a realizar después el trabajo denominado de las vueltas. Extienda a la señora Cosacci con el rodillo compresor hasta lograr una tira rectangular, estirándola frente a usted, de modo que quede tres veces más larga que ancha, procurando extenderla con un mismo espesor, de aproximadamente cinco centímetros.
Hecho esto, coloque frente a usted la tira, a lo ancho en lugar de a lo alto como estaba antes, y pliegue los dos extremos hacia el centro, recubriendo uno con el otro. De este modo la señora se habrá convertido en una especie de libro de tres hojas.
Vuelva a extender entonces a la señora frente a usted en rectángulo como al principio, colóquela nuevamente en posición horizontal y vuélvala a plegar en tres. Habrá dado dos vueltas a la señora. Luego de estas primeras dos vueltas, déjela reposar en un lugar fresco (pero nunca directamente sobre el hielo) durante diez minutos y después vuelva a darle dos vueltas más. Otros diez minutos de reposo y ya puede darle las dos últimas vueltas definitivas.
Durante la operación de las vueltas espolvoree, siempre con suavidad, a la señora y la mesa con una capa de vidrio molido. Luego de las seis vueltas prescriptas, la señora Cosacci quedará lista y podrá dársela al perro del portero para envenenarlo”.
Con el tiempo, el señor Zulemo Moss ha comenzado a presentar rajaduras, y ahora amenaza con quebrarse. En efecto, hay quien sostiene que un cenicero no puede ser tan malvado por mucho tiempo sin quebrarse. Por eso mismo, siempre es preferible convertirse en un cenicero de metal o de plástico.
                                       "El libro de los monstruos" Rodolfo Wilcock                                                                                 
                                           
Fizio Milo
El mecánico Fizio Milo es una persona tan modesta que poco a poco ha desaparecido casi por completo, sólo ha quedado de él, en un ángulo de su taller, una especie de fosforescencia difusa que a duras penas puede considerarse una luz. Sus empleados ya no le hacen caso, como tampoco le hacían caso cuando era más visible. En su rincón, Fizio se ha dedicado a la lectura de la Biblia, sobre todo del Viejo Testamento, y a la compilación de estadísticas del texto sacro: cuenta cuántas veces se repite determinado vocablo, luego cuenta otro. Si a alguien se le ocurre ir al taller en busca de un par de pinzas en medio de la oscuridad, puede ser que oiga el canturreo de su voz que repasa detrás de un armario los resultados de su trabajo: “Éxodo: 1.324 corderos, 273 altares, 751 canaanitas, 79 prostitutas, 27 hondas, 2.642 tiendas, 85 bendiciones, 968 iras de Dios, 254 peces, 336 adúlteras, 27 becerros de oro, 62 truenos...”, etcétera, etcétera. El mecánico no intenta ninguna Cábala, sino el más humilde de los ejercicios espirituales. Ya no hace más reparaciones, ni siquiera se molesta en atornillar un buloncito: permanece ahí, no más visible que la llamita de un encendedor barato, contando a la luz de sí mismo cuántas lentejas hay en el libro de Daniel o en el de los Jueces, cuántos elefantes hay en los Salmos (ninguno). Pero no cabe duda de que cuando menos se lo espera se encuentra en algún Paraíso.
                                         "El libro de los monstruos" Rodolfo Wilcock 


Las ciudades y lo muertos 2.
Jamás en mis viajes había avanzado hasta Adelma. Oscurecía cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la amarra y la ató a la bita se parecía a uno que había sido soldado conmigo, y había muerto. Era la hora de la venta del pescado al por mayor. Un viejo cargaba una cesta de erizos en una carretilla; creí reconocerlo; cuando me volví había desaparecido en una calleja, pero comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya siendo yo niño, no podía seguir estando entre los vivos. Me turbó la vista de un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: mi padre pocos días antes de morir tenía los ojos amarillos y la barba hirsuta como él, exactamente. Aparté la mirada; no me atrevía a mirar a nadie más a la cara.
Pensé: —Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastaría seguir mirándola fijo para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. En un caso o en el otro, es mejor que no insista en mirarlos—.
Una verdulera pesaba unas berzas en la s y las ponía en una canasta colgada de una cuerdecita que una muchacha bajaba desde un balcón. La muchacha era igual a una de mi pueblo que se volvió loca de amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: —Uno llega a un momento de la vida en que de la gente que ha conocido son más los muertos que los vivos. Y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que encuentra, imprime los viejos calcos, para cada una encuentra la máscara que más se adapta.
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo garrafones y barriles; las caras estaban ocultas por costales usados como capuchas. “Ahora se las levantan y los reconozco”, pensaba con impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como para hacerse reconocer, como para reconocerme, como si me hubieran reconocido. Quizá yo también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas había llegado a Adelma y ya era uno de ellos, me había pasado de su lado, confuso en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: —”Tal vez Adelma es la ciudad a la que se llega al morir y donde cada uno encuentra las personas que ha conocido. Es señal de que estoy muerto también yo”. Pensé además: —Es señal de que el más allá no es feliz. 
                                         "Las ciudades invisiblesItalo Calvino  (Click aquí)

Las ciudades y la memoria 2.
Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad.  Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos.
                 "Las ciudades invisibles" Italo Calvino

                                                                            

1 comentario:

  1. alfin lo entendi biem.. es verdad lo que dice el texto.

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