El mago Rizzuto no
conocía ningún truco. Su número era bien sencillo: golpeaba su galera con una
varita azul y luego esperaba que apareciera una paloma. Naturalmente, la total
ausencia de dobles fondos, de mangas hospitalarias y de juegos de manos
conducía siempre al mismo resultado desalentador. La paloma no aparecía. Rizzuto
solía presentarse en teatros humildes y en festivales de barrio, de donde casi
siempre lo echaban a patadas. La verdad es que el hombre creía en la magia, en
la verdadera magia. Y en cada actuación, en cada golpe de su varita azul estaba
la fervorosa esperanza de un milagro. Él no se contentaba con las técnicas del
engaño. Quería que su paloma apareciera redondamente. Durante largo tiempo lo
acompañaron la desilusión y los silbidos. Otro cualquiera hubiera abandonado la
lucha. Pero Rizzuto confiaba. Una noche se presentó en el club Fénix. Otros
magos lo habían precedido. Cuando le llegó el turno, dio su clásico golpe con
la varita azul. Y desde el fondo de la galera salió una paloma, una paloma
blanca que voló hacia una ventana y se perdió en la noche. Apenas si lo
aplaudieron. Las muchedumbres prefieren un arte hecho de trampas aparatosas a
los milagros puros. Rizzuto no volvió a los escenarios. Tal vez siga haciendo
aparecer palomas en forma particular.
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