El gusano, no más
grande que un dedo meñique, comía corazones de pájaros.
Su padre era el mejor
cazador del pueblo de los mosetenes.
El gusano crecía.
Pronto tuvo el tamaño de un brazo. Cada vez exigía más corazones. El cazador
pasaba el día entero en la selva, matando para su hijo.
Cuando la serpiente
ya no cabía en la choza, la selva se había vaciado de pájaros. El padre, flecha
certera, le ofreció corazones de jaguar.
La serpiente
devoraba y crecía. Ya no había jaguares en la selva.
—Quiero corazones
humanos —dijo la serpiente.
El cazador dejó sin
gente a su aldea y a las comarcas vecinas hasta que un día, en una aldea
lejana, lo sorprendieron en la rama de un árbol y lo mataron.
Acosada por el
hambre y la nostalgia, la serpiente fue a buscarlo.
Enroscó su cuerpo
en torno a la aldea culpable, para que nadie pudiera escapar. Los hombres lanzaron
todas sus flechas contra aquel anillo gigante que les había puesto sitio.
Mientras tanto, la serpiente no cesaba de crecer.
Nadie se salvó. La
serpiente rescató el cuerpo de su padre y creció hacia arriba.
Allá se la ve,
ondulante, erizada de flechas luminosas, atravesando la noche.
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