Yo he sido siempre
y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego
secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos
personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la
poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura,
de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una
cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría
son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es
lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo,
habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la
hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la
literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ese sentimiento de
lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un
sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde
el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a
escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y
explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera
distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente
delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos,
pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía
explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento,
que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de
extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá
sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos
calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando,
caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí,
donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia
de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo
fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de
sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí,
a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el
hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio,
todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible,
seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una
especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta
francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y
poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente
no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una
excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena
explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo
siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica
aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo
misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de
sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese
sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí
mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos
los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual
el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese
sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario,
precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con
naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente
cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus
positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la
filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado
toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el
científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es
exactamente lo mismo.
Si quieren un
ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen
solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria.
Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos
va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento
de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales
frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio
esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos
como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió
pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa,
de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es
una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos
ningún control.
Jorge Luis Borges
escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico,
en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un
hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha
mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de
cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas
de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las
experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre.
Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos
como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias
pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella
quiere.
Para completar el
ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su
memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento,
a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el
tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un
músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin
embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que
alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria
lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese
tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente,
no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado
todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo
misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la
literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso
que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar
más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de
ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo
que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario,
es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos
fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como
un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a
lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un
cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el
creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en
que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo
fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo
y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía
particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de
las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus
exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan
en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia,
Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no
interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre
todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha
habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través
del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la
Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de
la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge
Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho
menos conocido.
En la literatura lo
fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a
mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación
de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a
escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal,
cuentos fantásticos.
(...) Elijo para
demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya
historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa
en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo,
observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las
casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene
un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo,
lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene
fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en
un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que
le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es
un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las
ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas
que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en
capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido
y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en
el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de
hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando,
pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y
entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que
lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están
ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el
puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben
por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por
evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra
vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan
intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco,
a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la
seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado.
En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la
realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con
una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran
antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por
una calle.
Si les he contado muy
mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de
valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y,
quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente
en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en
mi vida propia.
Terminaré este
pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente
un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama
“Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación
central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una
comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre
el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a
los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo,
le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto
él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama
John Howell en la pieza.
“Usted será John
Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa,
pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se
resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de
nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el
juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a
contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado
recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John
Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un
estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído
varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal
punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y
hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el
protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en
París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos
conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me
encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me
invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no
tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor
enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me
divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de
cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John
Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted
haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también
entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he
escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a
ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que
cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a
partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las
preguntas que me hagan.
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