EL ARCOIRIS

Los enanos de la selva habían sorprendido a Yobuënahuaboshka en una emboscada y le habían cortado la cabeza.
A los tumbos, la cabeza regresó a la región de los cashinahua.
Aunque había aprendido a brincar y balancearse con gracia, nadie quería una cabeza sin cuerpo.
—Madre, hermanos míos, paisanos —se lamentaba—. ¿Por qué me rechazan?
¿Por qué se avergüenzan de mí?
Para acabar con aquella letanía y sacarse la cabeza de encima, la madre le propuso que se transformara en algo, pero la cabeza se negaba a convertirse en lo que ya existía. La cabeza pensó, soñó, inventó. La luna no existía. El arcoiris no existía.
Pidió siete ovillos de hilo, de todos los colores.
Tomó puntería y lanzó los ovillos al cielo, uno tras otro. Los ovillos quedaron enganchados más allá de las nubes; se desenrollaron los hilos, suavemente, hacia la tierra.
Antes de subir, la cabeza advirtió:
—Quien no me reconozca, será castigado. Cuando me vean allá arriba, digan:
«¡Allá está el alto y hermoso Yobuënahuaboshka!»
Entonces trenzó los siete hilos que colgaban y trepó por la cuerda hacia el cielo.
Esa noche, un blanco tajo apareció por primera vez entre las estrellas. Una muchacha alzó los ojos y preguntó, maravillada: «¿Qué es eso?»
De inmediato un guacamayo rojo se abalanzó sobre ella, dio una súbita vuelta y la picó entre las piernas con su cola puntiaguda. La muchacha sangró. Desde ese momento, las mujeres sangran cuando la luna quiere.
A la mañana siguiente, resplandeció en el cielo la cuerda de los siete colores.
Un hombre la señaló con el dedo:
—¡Miren, miren! ¡Qué raro!
Dijo eso y cayó.

Y esa fue la primera vez que murió alguien.

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