Esta es la carta que Jekill dejó a su amigo Utterson, confesando cómo llegó a ser también Mr. Hyde.
Nací en el año 18..., heredero de una gran fortuna, dotado, además, de excelentes virtudes, con natural inclinación al trabajo, apreciado por los sabios y por los buenos entre mis prójimos y, por tanto, como puede suponerse, con todas las garantías de un porvenir honroso y distinguido. Y, a decir verdad, la peor de mis faltas tan sólo consistía en una disposición alegre, ansiosa de placeres, cualidad que ha hecho felices a muchos, pero muy difícil de reconciliar, para mí, con un imperioso deseo de llevar la cabeza muy erguida y demostrar una firme seriedad ante los demás. "Por este motivo oculté mis goces, y cuando llegué a la edad de la reflexión y empecé a darme cuenta de mis progresos y posición en el mundo, ya estaba condenado a una profunda doble vida. Irregularidades como las que yo cometía, habrían sido para muchos hasta motivos de vanidad; pero desde los ideales que yo me había propuesto, las veía y las ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza. Era, pues, lo exigente y rígido de mis aspiraciones, más que ninguna extraordinaria degradación en mis faltas, lo que me hacía ser tal como era y lo que separó en mí, de manera más profunda que en la mayoría de los hombres, esas dos regiones del bien y del mal que dividen y componen nuestra doble naturaleza. "Esto mismo me hizo meditar profunda e insistentemente en esa dura ley de la vida que está en el fondo de toda religión y que es una de las fuentes más copiosas de sus padecimientos. Aunque hombre de dos caras, no era yo, en modo alguno, un hipócrita: mis dos aspectos eran genuinamente sinceros. No era yo menos mi propio ser cuando dejaba a un lado todo freno y me hundía en la vergüenza, que cuando trabajaba, a la luz del día, en el adelanto de la ciencia o en remediar ajenas desdichas y dolores."Y sucedió que la orientación de mis estudios, que tendía por completo hacia lo místico y trascendental, tuvo gran influencia y proyectó viva luz en este conocimiento de la perenne lucha entre mis componentes. Día por día y así, desde el punto de vista moral como desde el intelectual; me iba acercando sin cesar a esta verdad, por cuyo descubrimiento incompleto he sido condenado a tan horrendo naufragio: que el hombre no es realmente uno, sino dos. Digo dos, porque el avance de mis propios conocimientos no va más allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me dejarán atrás e irán más lejos por las mismas sendas; y aventuro la profecía de que el hombre será reconocido al cabo como una nueva comunidad de múltiples ciudadanos, independientes y heterogéneos. Yo, por mi parte, por la propia naturaleza de mi vida, avancé sin vacilar en una dirección y sólo en una; y fue en la esfera de lo moral y en mi propia persona donde me di cuenta de la completa y primitiva dualidad del hombre. Vi que si en el campo de mi conciencia se destacaba una forma de mi naturaleza, yo no podía identificarme con ella sino bajo la condición de identificarme a la vez con otra; y desde muy temprano, ya antes de que en el proceso de mis descubrimientos científicos se vislumbrase la más vaga posibilidad de tal milagro, me había acostumbrado a acariciar con delectación, como un dulce sueño, la idea de la separación de esos elementos. Si cada uno de ellos —me decía— pudiera ser alojado en una personalidad distinta, la humanidad se vería aliviada de una insoportable pesadumbre. El malvado seguiría su camino, libre de las aspiraciones y de los remordimientos de su inflexible hermano gemelo, y el justo podría caminar, firme y seguro, por su senda ascendente, practicando las buenas acciones en que encuentra su gozo y sin estar ya nunca expuesto a deshonras y penitencias por culpa de la maldad ajena. Era la maldición de la humanidad que estuviesen atadas juntas en un solo haz esas dos cosas antagónicas, y que en la dolorida entraña, en la conciencia, los dos gemelos irreconciliables mantuvieran una lucha sin tregua. "Hasta ese punto había llegado en mis reflexiones, cuando una luz indirecta empezó a iluminar el tema desde la mesa del laboratorio.
Comencé a percibir, en grado mayor de lo que hasta ahora se había llegado nunca a insinuar, la vacilante inmaterialidad, la efímera inconsistencia, como la de una neblina, de este cuerpo, al parecer tan sólido, con el que andamos vestidos. Encontré que ciertos agentes tenían el poder de sacudir y arrancar esa carnal vestidura, como puede agitar el viento los cortinajes de un pabellón. Por dos razones de peso no profundizaré mucho en esta parte científica de mi confesión. Primero, porque aprendí que el destino y la carga de nuestra vida los llevamos atados para siempre a los hombros, y que, cuando intentamos sacudirlos, vuelven a nosotros con más extraña y espantable pesadumbre. La segunda, porque, como mi relato va a demostrar, ¡ah! , con harta evidencia, que mis descubrimientos eran incompletos. Baste, pues, con que diga que no solamente descubrí que mi cuerno natural no era más que un mero hábito o un fulgor de las fuerzas que constituían mi espíritu, sino que también pude componer una droga por cuyo medio se podría quitar a esas fuerzas la supremacía, y substituir aquella forma y apariencia por una segunda, la cual no sería menos natural en mí porque fuera la expresión y llevase el sello de los elementos más bajos de mi alma. "Dudé mucho antes de someter esta teoría a la prueba de la experimentación. Bien sabía que me jugaba la vida; pues una droga que tenía tal poder para conmover y transformar el sostén mismo de la personalidad, podía, por el mínimo exceso en la dosis, o por la mínima falta de oportunidad al administrarla, borrar, sin que quedase rastro, ese inmaterial tabernáculo que yo pretendía transformar por su acción. Pero la tentación de un descubrimiento tan insólito y trascendental prevaleció al fin sobre las sugestiones del temor. Hacía ya mucho tiempo que había preparado la tintura; compré inmediatamente una gran cantidad de cierta sal que, según sabía por mis experimentos, era el último ingrediente que se requería; y ya tarde, una noche maldita, compuse la droga, la miré hervir y humear en la copa y, cuando la ebullición hubo cesado, con un brioso arranque de valor, la bebí. "Sentí en seguida dolores desgarradores; como trituración en los huesos, náuseas mortales y un horror del espíritu que no podría ser sobrepasado a la hora del nacimiento o de la muerte. Después empezaron a calmarse rápidamente esas agonías, y volví en mí como si saliera de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo, inefable y, por su misma novedad, increíblemente agradable. Sentíame más joven, más ligero, más feliz físicamente; y en mi interior me daba cuenta de una arrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban raudas por mi fantasía como el agua por el canal de un molino; de un aflojamiento de todas las ligaduras del deber, y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma. Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato, y esta idea, en aquel momento, era como un delicioso vino que me tonificaba. Estiré los brazos, embriagado por la frescura de esas sensaciones, y en aquel instante noté, de pronto, que había perdido en estatura. "No había entonces espejo en mi cuarto; el que ahora está junto a mí, mientras escribo, fue traído más tarde, precisamente para esas transformaciones. La noche, entre tanto, había ya avanzado hasta la madrugada, y ésta, negra como era, estaba ya a punto de engendrar el día; las gentes de mi casa dormían sumidas en las horas de más pesado sueño, y enardecido como estaba por la esperanza y el triunfo, decidí aventurarme, en mi nueva forma, hasta mi alcoba. Crucé el patio y pude pensar que las constelaciones, desde allá arriba, me miraban con asombro: la primera criatura de tal especie que su insomne vigilancia les había revelado desde la eternidad. Me deslicé por los pasillos —un extraño en mi propia casa—, y al llegar a mi cuarto, vi por primera vez la fisonomía de Edward Hyde. "Debo hablar aquí sólo en hipótesis, diciendo, no lo que sé, sino lo que imagino como más probable. El lado malo de mi naturaleza, al que ahora había yo transferido la virtud plasmante, era menos robusto y estaba menos desarrollado que el lado bueno, que acababa de abandonar. Además, en el curso de mi vida —que, después de todo, en sus nueve décimas partes, había sido de esfuerzo, virtud y dominio de mí mismo—, el lado malo había sido mucho menos ejercitado y se había gastado menos. Y de aquí vino a resultar, según pienso, que Edward Hyde fuera mucho más pequeño, más delgado y más joven que Henry Jekill. Así como la bondad resplandecía en el semblante del uno, la maldad estaba escrita, clara y patente, en la cara del otro. El mal, además —que aun creo es la parte letal del hombre— había dejado en aquel cuerpo una impresión de deformidad y ruina. Y, sin embargo, cuando contemplé la fealdad de aquel ídolo en el espejo, no sentí repugnancia alguna; antes, lo recibí con un impulso de alegría. Aquél era también mi propio ser. Parecía natural y humano. A mis ojos representaba una imagen más viva del espíritu, parecía más directa y hasta entonces me había acostumbrado a llamar mía. Y hasta ese punto tenía yo, sin duda, razón. He observado que, cuando revestía la forma de Edward Hyde, nadie podía acercarse a mí por primera vez sin sentir un recelo físico de mi carne. Esto, según me lo explico, es porque todos los seres humanos con quienes tropezamos son un compuesto del bien y del mal, y sólo Edward Hyde, en las filas de la humanidad, era puro mal.
"Sólo me detuve un momento ante el espejo; el segundo y decisivo experimento estaba todavía por intentar. Aun había que ver si había perdido mi identidad sin posibilidad de rescatarla y debía huir, antes de que llegase el día, de una casa que ya no era mía; y apresurándome a volver a mi gabinete, otra vez preparé y bebí la droga, sufrí de nuevo las angustias de la disolución de mi ser, y otra vez volví en mí con el carácter, la estatura y la cara de Henry Jekill. “Aquella noche había llegado a la encrucijada fatal. Si yo me hubiese acercado a mi descubrimiento con más noble espíritu, si me hubiera arriesgado al experimento mientras estaba bajo el imperio de generosas y santas aspiraciones, todo habría sido distinto, y de esas agonías de muerte y alumbramiento habría resurgido como un ángel y no como un demonio. La droga carecía en su acción de discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía más que quebrantar las puertas de la prisión y, como los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se escapaba. En aquel tiempo, mi virtud dormitaba; mi maldad, a quien la ambición mantenía despierta, estaba al acecho y pronta para aprovechar la ocasión; y lo que surgió fue Edward Hyde. De aquí que, si bien tenía yo ahora dos caracteres, así corno dos apariencias, uno era pura maldad, y el otro seguía siendo el antiguo Henry Jekill, aquella mezcla incongruente de cuya reforma y mejora había ya aprendido a desesperar. La tendencia era, pues, decididamente hacia lo peor. "En aquel tiempo no había yo podido todavía vencer mi aversión a la seca aridez de una vida de estudio. Aun me sentía, a veces, con livianas inclinaciones, y como mis placeres eran —por no decir más— indignos, y era yo no sólo muy conocido y altamente considerado, sino que me iba acercando a la madurez, esta incoherencia de mi vida se iba haciendo más insoportable cada día. Fue por aquí por donde mi nuevo poder me tentó hasta que caí en su cautiverio. No tenía más que apurar la copa, despojarme del cuerpo del eminente profesor y ponerme, como si fuera un gabán, el de Edward Hyde. La idea me hizo sonreír; me parecía en aquel entonces cosa divertida, e hice mis preparativos con cuidado escrupuloso. Tomé y amueblé aquella casa en el Soho, hasta la cual fue siguiendo la policía el rastro de Hyde; y admití como ama de laves a una persona de la que sabía muy bien que era callada y sin escrúpulos. Por otra parte, anuncié a mis criados que un mister Hyde, cuya descripción les hice, iba a tener toda libertad y poder en mi casa de la plaza, y para prevenir todo tropiezo, hasta fui allí y me hice familiar a todos en mi segunda personificación. En seguida hice aquel testamento, al que tanto te opusiste, Utterson, de suerte que si algo me ocurría en la persona de Henry Jekill, pudiera entrar en la de Edward Hyde sin pérdidas pecuniarias. Y así fortificado, según creí, por todos lados, empecé a aprovecharme de las extrañas inmunidades de mi posición.
"Antes de ahora ha habido gentes que han alquilado rufianes para ejecutar sus crímenes, mientras ellas y su reputación quedaban ocultas en la sombra. Yo he sido el primero que haya hecho eso para sus placeres. Yo fui el primero que así pudo pasear solemnemente, ante los ojos del público, con un cargamento de campechana respetabilidad, y en un instante, como un chico de la escuela, desnudarse de esas cosas zas y zambullirse de cabeza en el mar de la libertad. Pero para mí, envuelto en mi manto impenetrable, la seguridad era completa. Piénsalo..., yo ni siquiera existía. No tenía más que traspasar las puertas del laboratorio, disponer de un par de segundos para preparar e ingerir la bebida, que tenía siempre casi lista, y cualquier cosa que hubiese hecho Edward Hyde se desvanecía como el vaho del aliento sobre un espejo; y allí, en su lugar, tranquilamente en su casa, despabilando la lámpara de su despacho, estaría un hombre que podía permitirse tomar a broma toda sospecha: Henry Jekill. "Los goces que me apresuré a buscar bajo mi disfraz eran, como he dicho, indignos; no podría, en justicia, emplear un término más severo. Pero en manos de Edward Hyde pronto empezaron a derivar hacia lo monstruoso. A menudo, cuando regresaba de esas excursiones, quedábame sumido en una especie de estupor ante la depravación de mi otro yo. Este familiar que yo había evocado de mi propia alma, y a quien enviaba sólo para que hiciera su gusto, era un ser fundamentalmente maligno y villano; todos sus actos y pensamientos se centraban en sí mismo; bebía con avidez bestial el deleite que manaba de la tortura infligida al prójimo; era inexorable, como un hombre de piedra. Henry Jekill quedábase a veces despavorido ante los actos de Edward Hyde; pero la situación estaba fuera de las leyes normales, e insidiosamente aflojaba las estrechas ataduras de la conciencia. Era Hyde, después de todo, el culpable, y nadie más que Hyde; Jekill no se había hecho peor; al despertar volvían otra vez a él sus buenas cualidades, al parecer incólumes, y hasta se apresuraba, cuando era posible, a remediar el daño que Hyde había hecho. Y así se adormecía su conciencia. "En los detalles de las infamias, a las que así contribuí —pues aun ahora mismo me resisto a admitir que las cometí yo—, no tengo propósito de entrar. Quiero tan sólo hacer notar los avisos y los sucesivos pasos con que se iba acercando mi castigo. Me ocurrió un accidente que, como no tuvo consecuencias, no haré más que mencionar. Un acto de crueldad contra una niña despertó la cólera de un transeúnte, a quien reconocí el otro día en la persona de tu pariente; el médico y la familia de la niña se unieron a él, y hubo momentos en que temí por mi vida; y, al fin, para aplacar su más que justo resentimiento, Edward Hyde tuvo que traerlos hasta la puerta y pagarles con un cheque a nombre de Henry .Jekill. Pero este peligro quedó fácilmente eliminado para lo futuro con solo abrir otra cuenta en otro banco distinto a nombre del propio Edward Hyde; y cuando hube provisto de firma a mi doble, inclinando mi letra hacia atrás, me creí seguro y fuera del alcance del destino. "Unos dos meses antes del asesinato de sir Danvers, salí a correr una de mis aventuras, regresé muy tarde y desperté al siguiente día en mi cama con sensaciones un tanto raras. En vano miraba en torno de mí; en vano vi el decorado de los muebles y lo espacioso de mi habitación de la plaza; en vano reconocí el dibujo de las cortinas y la cama de caoba; había algo que seguía insistiendo en que yo no estaba donde estaba, en que no me había despertado donde parecía estar, sino en el cuartito del Soho, donde estaba acostumbrado a dormir en el cuerpo de Edward Hyde. Me hacía esto sonreír, y en mi prurito psicológico comencé perezosamente a analizar los elementos de esta ilusión, sin que por eso dejase de caer de cuando en cuando en un confortable y ligero sueño matutino. Aun seguía así, cuando, en uno de los momentos en que estaba más despabilado, mi mirada fue a posarse sobre mi mano. Pues bien: la mano de Henry Jekill era —como tú has observado, a menudo— "profesional" en forma y tamaño: grande, firme, blanca y proporcionada. Pero la mano que ahora veía con harta claridad, a la luz amarilla de una mañana en el centro de Londres, descansando entreabierta sobre las ropas de la cama, era flaca y nervuda, nudosa, de una oscura palidez y sombreada por un vello negro y espeso: era la mano de Edward Hyde.
"Debí de quedarme mirándola, con los ojos fijos, por más de medio minuto, sumido como estaba en la mera estupidez del asombro, antes de que el terror se despertase en mi pecho, súbito y alarmante, como un golpe de platillos; y, saltando de la cama, me precipité hacia el espejo. Ante lo que vieron mis ojos, sentí que la sangre se me trocaba en algo sutilmente fluido y glacial. Sí; me había acostado Henry Jekill y me había despertado Edward Hyde. ¿Cómo se podía explicar esto? —me pregunté a mi mismo, y, en seguida, con otro sobresalto de terror—: ¿Cómo podría remediarlo? "La mañana estaba ya muy entrada; los criados, en pie; todas mis drogas en el gabinete, y era un largo viaje el ir hasta allí desde el sitio en que me hallaba, paralizado de espanto: bajar dos tramos de escalera, salir por el pasadizo de atrás, atravesar el patio descubierto y, después, el anfiteatro... Podía, es cierto, taparme la cara; ¿pero de qué me servía si no había medio de disimular el cambio de estatura? Y entonces, con una embriagadora y grata sensación de estar salvado, me acordé de que los sirvientes estaban ya acostumbrados a las idas y venidas de mi segundo yo. Me vestí a escape, lo mejor que pude, con ropas de mi tamaño primitivo; a escape
atravesé la casa, encontrándome con Bradshaw, que abrió los ojos en redondo y se echó hacia atrás al ver a mister Hyde a tales horas y en tan extraño indumento, y, diez minutos después, el doctor Jekill había recuperado su propia forma y estaba sentado a la mesa, con sombría frente, para hacer una simulación de desayuno. "Escaso, en verdad, era mi apetito. Este inexplicable incidente, este trastrocarse de mis anteriores experiencias, parecía como el dedo acusador sobre el muro en Babilonia; y empecé a reflexionar con más seriedad que hasta entonces en las consecuencias y posibilidades de mi doble existencia. Aquella parte de mí mismo que yo tenía el poder de proyectar al exterior había sido, desde algún tiempo, muy ejercitada y nutrida; me había parecido como si, últimamente, el cuerpo de Edward Hyde hubiese aumentado de talla, como si —cuando yo revestía aquella forma— sintiera un más brioso fluir de la sangre; y empecé a vislumbrar el peligro, si aquello seguía así, de que el equilibrio de mi naturaleza se rompiese para siempre, que perdiera la facultad del cambio voluntario, y que la personalidad de Edward Hyde llegase a ser, irrevocablemente, la mía. La eficacia de la droga no se había mostrado siempre igual. Una vez, en los comienzos, me había fallado del todo; y, después, en más de una ocasión, había tenido que doblar la dosis, y en una de ellas, con inminente riesgo de vida, que triplicarla; y esas inseguridades, aunque poco frecuentes, habían sido hasta entonces la única sombra que oscurecía mi contento. Ahora, sin embargo, y en vista del accidente de aquella mañana, tuve que reconocer que, así como al principio lo difícil era desprenderse del cuerpo de Jekill, en los últimos tiempos y de un modo paulatino, pero decidido, la dificultad se había ido pasando al lado opuesto. Todo parecía, pues, indicar esto: que iba perdiendo poco a poco el asidero de mi primitivo y mi mejor yo, y que, lentamente, me iba incorporando al segundo y peor. "Ahora vi que tenía que escoger entre los dos. Mis dos naturalezas tenían la memoria en común; pero todas las demás facultades se repartían muy desigualmente entre ambas. Jekill —que era compuesto—, unas veces con los más vivos temores y otras con ávido deleite, planeaba los placeres y aventuras de Hyde y tomaba su parte en ellos; pero Hyde sentía absoluta indiferencia por Jekill, o, si pensaba en él, era tan sólo como el bandido de la sierra se acuerda de la cueva en que se esconde de sus perseguidores. Jekill tenía más que el interés de un padre; Hyde tenía más la indiferencia de un hijo. Unir mi suerte a la de Jekill era morir para todos esos apetitos que durante largo tiempo había tolerado en secreto; pero que, últimamente, había empezado a regalar y mimar; unirla a la de Hyde era morir para mil intereses y altas aspiraciones, y convertirme de un golpe y para siempre en un ser despreciable y solitario. El trato pudiera parecer desigual; pero aun había otra consideración que echar en la balanza: porque en tanto que Jekill sufriría abrasándose en el fuego de la abstinencia, Hyde ni siquiera se daría cuenta de lo que había perdido. Extrañas eran mis circunstancias; pero los términos de este debate son tan viejos y vulgares como el hombre mismo. Alicientes y temores muy semejantes deciden el destino de cualquier tentado y medroso pecador; y ocurrió conmigo, como con la gran mayoría de mis prójimos, que escogí el mejor partido y me hallé luego sin la firmeza necesaria para mantenerme en el. "Sí; preferí el maduro y descontentadizo doctor, rodeado de amigos y acariciador de honradas esperanzas; y di un adiós definitivo a la libertad, a la relativa juventud, al paso ligero, al vigoroso latir de la sangre y a los ocultos placeres de que había gozado bajo la envoltura de Hyde. Quizá hice esta elección con alguna inconsciente reserva, pues ni levanté la casa del Soho, ni destruí las ropas de Hyde, que aun seguían listas en el gabinete. Durante dos meses, sin embargo, me mantuve fiel a mi resolución; y en ese tiempo llevé una vida de tal austeridad como nunca la había alcanzado hasta entonces, y gocé de la compensación de una conciencia satisfecha. Pero el tiempo empezó a borrar la novedad de mis temores: comenzaron a torturarme nuevas ansias y anhelos, como de Hyde debatiéndose por la libertad; y, al fin, en un momento de desmayo moral, compuse una vez más, y la bebí, la pócima transformadora. "No creo que cuando un borracho habitual razona consigo mismo acerca de su vicio, llegue a pensar, una vez entre mil, en los peligros que su bestial insensibilidad física puede hacerle correr; tampoco había tenido yo suficientemente en cuenta, aunque tanto había meditado sobre mi posición, la completa insensibilidad moral, y la insensata presteza para el mal que eran las principales características de Edward Hyde. Por ellas, sin embargo, vino mi castigo. Mi demonio había estado largo tiempo enjaulado, y salió bramando. Sentí, en el instante mismo de tomar la bebida, una propensión, más frenética y desesperada que nunca, hacia el mal. Esto fue, me figuro, lo que revolvió en mi alma aquella tempestad de cólera con que escuché las cortesías de mi desgraciada víctima; al menos, declaro ante Dios que ningún hombre moralmente cuerdo podía haberse hecho culpable de tal crimen por tan inocente provocación; y que herí sin otra razón que la que pueda tener un niño enfermo para romper un juguete. Pero, voluntariamente, me había despojado de todos esos instintos de equilibrio mediante los cuales hasta el peor de nosotros puede caminar entre tentaciones con cierto grado de estabilidad; y en mi caso, la tentación, por leve que fuese, era la caída. ''Instantáneamente el genio del infierno despertó en mí, loco de rabia. Con un arrebato de júbilo me puse a golpear aquel cuerpo inerte, saboreando cada golpe con deleite, y solo cuando empezaba a cansarme sentí el corazón sobrecogido bruscamente, en el más frenético ataque de mi delirio, por un escalofrío de terror. Una bruma se dispersó; vi que mi vida estaba sentenciada, y huí de la escena de aquellos horrores, a la vez glorioso y temblando; mi concupiscencia del mal, satisfecha y estimulada; mi amor a la vida, más intenso que nunca. Corrí a la casa del Soho, y, para hacer la seguridad doblemente segura, quemé mis papeles. Salí de allí y corrí las calles a la luz de los faroles, en el mismo estado de ánimo: gozándome en mi crimen e ideando frívolamente otros para lo futuro, y, al propio tiempo, apresurándome cada vez más y aguzando más y más el oído para escuchar detrás de mí los pasos del vengador. Hyde tenía una canción en los labios mientras componía la droga, y, al beberla, brindó por el muerto; aun no habían acabado de desgarrarle los tormentos de la transformación, cuando Henry Jekill, bañado en lágrimas de gratitud y remordimiento, había caído de rodillas y levantaba a Dios sus manos suplicantes. El velo de la propia indulgencia se había rasgado de arriba abajo, y vi todo el conjunto de mi vida; la seguí desde los días de la niñez, cuando caminaba de la mano de mi padre, y a través de los trabajos y sacrificios de mi carrera profesional, hasta llegar una y otra vez, con la misma sensación de irrealidad, a los nefandos horrores de aquella noche. Sentía ganas de gritar: con lágrimas y oraciones traté de aplacar la muchedumbre de espantosas imágenes y sonidos que me asaltaban la memoria; y todavía, entre las plegarias, la horrible faz de mi iniquidad se asomaba dentro de mi alma. A los agudos remordimientos, cuando empezaron a ceder, sucedió un sentimiento de gozo. El problema de mi conducta estaba resuelto. Hyde era en adelante imposible; quisiera o no, quedaba yo ahora prisionero en la parte mejor de mi ser y... ¡oh, qué alegría al pensarlo! ¡Con qué cordial humildad me así de nuevo a las restricciones de la vida normal! ¡Con qué sincera renunciación cerré la puerta con la llave que tantas veces me había servido en mis entradas y salidas, y la pisoteé hasta aplastarla. "El siguiente día trajo la noticia de que el crimen había tenido testigos, que la culpabilidad de Hyde era evidente para todos, y que la víctima era persona que gozaba de gran estimación pública. Creo que esas noticias me causaron alegría; me alegré de tener mis mejores impulsos así amurallados y guardados por el miedo al patíbulo. Jekill era ahora mi ciudad de refugio: que Hyde se asomase no más que un instante, y las manos de todos se alzarían para asirlo y llevarlo a la muerte. "Resolví redimir el pasado con mi conducta futura; y puedo decir honradamente que mi resolución dio algunos frutos buenos. Tú mismo sabes con qué ardor trabajé, en los últimos meses del año pasado, en aliviar sufrimientos; tú sabes que hice mucho por los demás, y que los días transcurrieron tranquilos, casi dichosos, para mí. No puedo, en verdad, decir que me cansase de esa vida inocente y benéfica; creo, por el contrario, que cada día me complacía más plenamente en ella. Pero aún pesaba sobre mí la aflicción de mi dualidad de designios, y cuando el primer impulso de mi arrepentimiento se fue embotando, mi ser inferior, tanto tiempo complacido y tan recientemente encadenado, empezó a gruñir ansioso de licencia. No es que yo soñase en resucitar a Hyde; la mera idea de tal cosa poníame frenético. No, era que una vez más, en mi propia persona original, me sentía tentado a jugar con mi conciencia, y si al fin caí ante los asaltos de la tentación, fue como un ordinario y secreto pecador. "A todo le llega su fin; la más amplia medida acaba por colmarse, y esta breve condescendencia con mi maldad acabó de romper el equilibrio de mi alma. Y, sin embargo, no me alarmé: la caída parecía natural, como un retorno a los días lejanos, antes de que hiciera mi descubrimiento. Era un día de enero, hermoso y claro, húmedo el suelo donde se había derretido la escarcha, pero limpio de nubes allá arriba; y en el Regent's Park lleno de pájaros que piaban, había gratos efluvios de primavera. Me senté al sol en un banco: el animal que estaba dentro de mí se entretenía en relamer sensuales gustosos recuerdos en la memoria; mi espíritu, un tanto adormilado, hacía promesas de inmediata penitencia, pero sin decisión para comenzarla. Después de todo, pensaba, yo era como todos los demás; y hasta sonreía comparándome con otros y poniendo al lado de mi activa bondad la perezosa crueldad de su negligencia. Y en el mismo instante de ocurrírseme esta vanidosa idea, me tomó un desfallecimiento, con horribles náuseas y morales sacudidas. Cuando estos síntomas se calmaron, me quedé exhausto, y después, a medida que me iba reponiendo de esa debilidad, empecé a notar un cambio en el tono de mis pensamientos: mayor audacia, desprecio del peligro, falta de las ligaduras del deber. Miré hacia abajo: las ropas colgaban informes sobre mis miembros mermados; la mano que descansaba en mi rodilla era correosa y peluda. Una vez más era yo Edward Hyde. Un momento antes había estado seguro del respeto de todos, era rico, querido de muchos..., la mesa me esperaba puesta en mi casa; y ahora era la alimaña perseguida por todos, cazado, sin refugio, un asesino célebre, carne de horca. ''Mi razón se tambaleaba, pero no me abandonó del todo. Más de una vez había notado que, en mi segunda condición, mis facultades parecían aguzarse extraordinariamente y que mis energías adquirían mayor tensión y elasticidad. Y así sucedió que, en un trance en que quizá Henry Jekill hubiera sucumbido, Hyde se levantó a la altura de las circunstancias. Mis drogas estaban en uno de los armarios del gabinete, ¿cómo llegar hasta ellas? Tal era el problema que, apretándome las sienes entre con las manos, me puse a resolver. Había cerrado la puerta del laboratorio; si intentaba entrar en la casa, mis propios criados me entregarían al verdugo. Vi que tenía que valerme de mano ajena, y pensé en Lanyon. ¿Cómo podía llegar hasta él? ¿Cómo persuadirlo? Suponiendo que escapase a la captura en las calles, ¿cómo iba a lograr que me admitiese en su presencia? ¿Y cómo iba yo —un visitante desconocido y desagradable— a convencer al famoso médico para que entrase a saco en el despacho de su colega el doctor Jekill? Me acordé entonces de que me quedaba algo de mi primitiva personalidad: podía escribir con mi propia letra. Y en cuanto esta fulminante chispa saltó en mi mente, quedó iluminado, de punta a punta, todo el camino que había de seguir. "Así, pues, arreglé mis ropas como mejor pude y, llamando a un coche que pasaba, mehice llevar a un hotel en la calle de Portland, cuyo nombre recordaba por casualidad. Al ver mi atavío —que era, en verdad, harto cómico, por trágico que fuese el destino del que aquellas ropas cubrían—, el cochero no podo ocultar su regocijo. Lo miré, rechinando los dientes, con un arrebato de diabólica furia, y la sonrisa se heló en sus labios, felizmente para él, y aun más felizmente para mí, pues, en otro instante, lo habría tirado del pescante. A1 entrar en el hotel, miré en torno mío con aire tan tenebroso que hizo temblar a los dependientes. Ni una mirada osaron cambiar en mi presencia y, obsequiosos, recibieron mis órdenes, me condujeron a una habitación y me llevaron recado de escribir. Hyde, en peligro de su vida, era un ser nuevo para mí: sacudido por una rabia loca, enardecido a punto para el asesinato, ávido de hacer daño. Y, sin embargo, conservaba su astucia; dominó su furia con un vigoroso esfuerzo de la voluntad; escribió las dos cartas, tan importantes, una para Lanyon y otra para Poole; y para estar seguro de que hablan sido echadas al correo, las envió con orden de que las certificasen. "Después, pasó todo el día en su habitación, sentado junto al fuego, royéndose las uñas; allí comió, a solas con sus terrores, haciendo temblar al camarero cada vez que se encontraban sus miradas; y desde allí, cuando cerró la noche, se echó a la calle y, guarecido en un coche cerrado, anduvo por la ciudad de acá para allá. Digo "él"..., no puedo decir "yo". Aquel engendro del infierno no tenía nada de humano; nada vivía en él como no fuera el miedo y el odio. Y cuando, al fin, figurándose que el cochero empezaba a sospechar, lo despidió y se aventuró a pie por entre los transeúntes nocturnos, trajeado con las mal ajustadas ropas, centro de atracción de todas las miradas. Marchaba de prisa, perseguido por sus propios temores, hablando consigo mismo por las calles menos frecuentadas, y no cesaba de contar los minutos que aun faltaban para la media noche. Una mujer fue a hablarle, creo que para venderle una caja de fósforos, pero él le dio un golpe en la cara, y la mujer huyó. "Cuando volví en mí, en casa de Lanyon, creo que el horror de mi viejo amigo llegó a afectarme un tanto. No lo sé; no sería a lo sumo sino una gota más en el mar; tal era la execración con que recordaba después aquellas horas. Un cambio se había operado en mí. Ya no era el temor de la horca, sino el horror de ser Hyde, lo que me atormentaba.
Escuché como en un sueño la reprobación de Lanyon, y como en un sueño volví a mi casa y me metí en la cama. Dormí, después del agotamiento de la jornada, con una invencible y profunda modorra que ni siquiera pudieron romper las pesadillas que me torturaron. Desperté por la mañana quebrantado y débil, pero rehecho. Aun aborrecía y tenía la idea de la bestia que dormitaba dentro de mí, y no había olvidado, por supuesto, los espantosos terrores del día anterior; pero ya estaba otra vez en mi casa, bajo mi propio lecho, al lado de mis drogas, y la gratitud por mi escape resplandecía tan intensamente en mi alma, que casi rivalizaba con la luz de la esperanza. "Cruzaba sosegadamente el patio, después de desayunar, respirando con deleite la frescura del aire, cuando sentí de nuevo esas indescriptibles sensaciones que anunciaban el cambio; y apenas tuve tiempo para cobijarme en el gabinete antes de que ya estuviera otra vez luchando con la furia y la agitación de las pasiones de Hyde. Se hizo preciso en aquella ocasión doblar la dosis para que pudiera volver en mí; y ¡ay! , seis horas después, cuando estaba sentado mirando tristemente el fuego de la estufa, las ansias volvieron, y otra vez tuve que administrarme la droga. En suma: desde aquel día en adelante parecía que sólo por un gran esfuerzo, que pudiera llamar gimnástico, y únicamente bajo el estímulo inmediato de la droga, podía sustentar la fisonomía de Jekill. A todas horas del día y de la noche, se presentaba el estremecimiento y, sobre todo, si me dormía o en cuanto me adormecía un instante en la butaca, siempre era Hyde al despertar. Bajo el agobio de esta amenaza, siempre cerniéndose sobre mí, y por el insomnio a que yo me condenaba a mí mismo —aun más allá de lo que yo creía que el hombre era capaz de resistir—, llegué a convertirme en la persona de Jekill, en un ser consumido y agotado por la fiebre, desmayado y débil de cuerpo y de espíritu y ocupado en un solo pensamiento: el odio a mi otro yo. Pero tan pronto como me dormía o se pasaban los efectos de la medicina, me encontraba, de un salto y casi sin transición —porque las congojas del cambio iban notándose menos cada día—, con una fantasía desbordante de aterradoras imágenes, un alma agitada por odios sin causa y un cuerpo que no me parecía bastante recio para contener las fieras energías vitales. Parecía que la fuerza de Hyde había crecido a costa del agotamiento de Jekill. Y en verdad que el odio que ahora los dividía era igual por cada parte. Por la de Jekill era una cosa de instinto vital. Había visto ahora toda la deformidad de aquella criatura que compartía con él alguno de los fenómenos de la conciencia y era su coheredero hasta la muerte; y, fuera de esos lazos de comunidad que constituían por sí la parte más dramática de su desdicha—, concebía a Hyde, a pesar de toda su vigorosa vitalidad, como cosa no sólo infernal, sino inorgánica. Y esto era lo intolerable; que el limo del abismo pareciese articular gritos y voces; que el polvo amorfo gesticulara y pecase; que lo que estaba muerto y no tenía forma le usurpase los atributos de la vida. Y esto, además de aquel indomable horror, estaba unido a él más íntimamente que una esposa, más de cerca que sus propios ojos: estaba enjaulado en su misma carne, donde lo oía gemir y lo sentía forcejear por nacer, y que, en todo momento de debilidad y en la confianza del sueño, prevalecía contra él y lo suplantaba en la vida.
"El odio de Hyde a Jekill era de distinta naturaleza. Su miedo a la horca le obligaba de continuo a cometer suicidios pasajeros y a tornar a la situación subordinada de ser sólo una parte en lugar de una persona, pero aborrecía esa necesidad, odiaba el abatimiento en que Jekill había caído, y sentía el agravio de la aversión con que éste lo miraba. De ahí las simiescas jugarretas que maquina contra mí, como garrapatear blasfemias, con mi letra, en las páginas de mis libros o quemar las cartas y el retrato de mi padre; y es seguro que, a no ser por su temor a la muerte, ya hace mucho tiempo que habría buscado su propia ruina, sólo por arrastrarme a mí en ella. Pero su amor a la vida es admirable, y aún digo más: yo, que siento escalofríos ante la mera idea de Hyde, cuando pienso en la abyección y en el frenesí de ese amor y en cómo teme mi poder de extinguir su vida suicidándome, no puedo menos de sentir piedad por él en el fondo de mi corazón. "Es inútil proseguir este relato y, aunque quisiera, no me queda tiempo para hacerlo. Baste decir que nunca sufrió nadie tales tormentos, y, sin embargo, aún siendo como eran, el hábito trajo... alivio, no; pero sí una especie de encallecimiento del alma, una cierta desesperada aquiescencia, y mi castigo pudiera haberse prolongado años enteros a no ser por la postrera calamidad que ha caído sobre mí y que me ha separado definitivamente de mi propio rostro y naturaleza. Mis provisiones de la sal, que no había renovado desde la fecha del primer experimento, comenzaron a escasear. Envié a buscar un nuevo pedido y compuse la bebida; se produjo en seguida la ebullición y, después, el primer cambio de color; pero no el segundo; la bebí y no produjo efecto. Poole puede decir cómo hice revolver todo Londres de arriba abajo. Fue en vano; y estoy ahora persuadido de que la primera que compré no estaba pura, y que fue aquella impureza desconocida la que prestó eficacia a la poción. "Ha transcurrido cerca de una semana, y estoy ahora terminando esta confesión bajo la influencia de los restos que aun me quedaban de la primitiva sal. Esta, pues, es la postrera vez, a no ocurrir un milagro, que Henry Jekill puede pensar sus propios pensamientos y ver su propia cara —¡tan lastimosamente demudada! —en el espejo. Ni debo retardarme en poner término a este escrito; pues si hasta ahora se ha librado de ser destruido, se debe a la vez a una gran precaución y a extraordinaria suerte. Si las ansias del cambio llegaran mientras escribo, Hyde lo haría pedazos; pero si transcurrido algún tiempo, su pasmoso egoísmo y su tendencia a vivir el momento es probable que salven este manuscrito de su simiesco frenesí. Aunque es verdad que el sino fatal que nos aguarda por instantes a los dos, ya ha producido en él un cambio y lo ha subyugado. Dentro de media hora, cuando otra vez, y ya para siempre, vuelva yo a asumir aquella aborrecida personalidad, sé que estaré sentado en la butaca, estremecido y lloroso, o que continuaré paseando arriba y abajo por este cuarto —mi último refugio en la tierra—, aguzando el oído, con el más intenso y temeroso anhelo, para sorprender cualquier ruido amenazador. ¿Morirá Hyde en el patíbulo, o tendrá suficiente valor para liberarse el mismo en el postrer momento; Dios lo sabe; a mí no me importa. Esta es la verdadera hora de mi muerte y, lo que venga después, no me concierne a mí, sino a otro. Aquí, pues, al dejar la pluma y sellar el sobre que encierra esta confesión, pongo fin a la vida del desventurado Henry Jekill.

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