Era preciosa, pero de improviso se volvía fea.
Sus enormes ojos, sin perder el brillo afiebrado, podían achicarse; su boca sin
labios también. La recuerdo en un casamiento rodeada de flores el día que la
conocí. ¡Pobre Malva López! Como en las cabinas de transmisiones, en las paredes
de su dormitorio había corcho; como en las ciudades muy frías, géneros rellenos
de guata; como en los cuartos de juguetes para niños, colores celestes por
todas partes. De igual modo los picaflores instintivamente hacen sus nidos con
el algodón del palo borracho, que aísla los ruidos, con flores de tilo que son
sedantes, con pétalos de jazmines del cielo que son celestes. Yo sé que tomaba
en lugar de té agua de azahar y en lugar de aspirina, Sedobrol, que ya pasó de
moda. No parecía sin embargo nerviosa.
Cuando pienso en esta historia creo que soñé,
pero la prueba de que no sueño está en los comentarios y chismes que oí a mi
alrededor. La primera vez que Malva mostró su desmedido grado de impaciencia
fue en la escuela, cuando tuvo que hacer un trámite para su hija. Media hora
esperó que la atendieran en el patio de la escuela, luego otra media hora en la
secretaría. Oír canciones folklóricas y zapateos en los pisos altos del establecimiento
no bastó para tranquilizarla.
Durante ese lapso su impaciencia creció y la
desfiguró. En el momento en que rompió con los dientes uno de sus guantes, se
le cortó la respiración. Lo sé por una de las maestras de tercer grado que la
vio. Cuando quedó sola -que esperara ese momento prueba que se dominaba un
poco- se comió el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Por qué el meñique y no
el pulgar o el índice? ¿Por qué el meñique? ¡Debía de ser tan incómodo! Felizmente
los guantes no estaban del todo rotos y pudo esconder aquel día adentro del
guante la mano ignominiosa. Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más
falso. ¿No fue acaso por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida
que naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio? Los yoguis,
los espiritistas, sólo ellos pueden hacer estas cosas.
El segundo episodio ocurrió en un taxímetro,
que la conducía a Villa Urquiza, a visitar a una señora enferma. En el paso a
nivel de Belgrano R. bajaron las barreras en el preciso momento en que iba a
pasar. La demora fue interminable. Primero pasó un tren que cambió de vía,
después una locomotora que retrocediendo y adelantando maniobró como un
juguete, durante más de un cuarto de hora; después un tren de carga con fardos
de avena y animales; después un raudo y vano tren eléctrico. En el ínterin
Malva trataba de distraerse con unas plantas que vendían en un vivero,
emplazado en los bordes de las vías. Reconoció los nombres de algunas flores y
de algunas enredaderas. En un carrito estacionado junto al automóvil quiso comprar
unas naranjas; se las pusieron en una bolsita de papel agujereado y, sin darle
tiempo a subir al automóvil, cayeron y rodaron. Comenzó a crecer su impaciencia
de manera alarmante. Recogió sin embargo las naranjas, una por una, para
distraerse, pero no tuvo tiempo de llegar al automóvil; agachada, recogiendo la
última naranja, se comió la rodilla hasta el hueso. Como la vez anterior no
brotó sangre, como lo requería el caso. Subió al automóvil con la naranja en la
mano. La falda felizmente le cubría la rodilla y de ese modo ocultó la herida,
que era horrible.
El tercer episodio fue en la fábrica de
alpargatas de la calle Moreno. Como las alpargatas iban a subir de precio, le
convenía llevar por lo menos una docena. Después de elegir las del color y la
forma que le gustaban, las pagó para apurar el trámite. El vendedor salió en
busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez que volvía era para treparse a
una escalera de mano y hurgar en las estanterías. Malva creía que ya le
entregaban las alpargatas restantes, pero el hombre con rapidez desaparecía de
nuevo. Malva empezó a impacientarse. Ella misma, por su cuenta, empezó a
probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no correspondían al
número que buscaba. De tanto ponérselas y quitárselas se le corrió un punto de
la media Circe, el último par que le quedaba de un precioso color de zanahoria.
En cuclillas siguió probándose, hasta que la portera del local, armada de una
escoba, la barrió creyendo que era una sombra un poco más abultada que las otras.
En ese momento Malva se mordió el hombro; era difícil pero en ciertos momentos,
cualquiera hace una cosa difícil. El mordisco llegó, como en las ocasiones
anteriores, hasta el hueso, y atravesó los tendones con suma facilidad.
A partir de ese día la gente comenzó a
comentar malignamente la mano estropeada de Malva. Nadie pudo ver ni la
rodilla, ni el hombro, ni otras partes magulladas, siempre cubiertas; pero la
mano, aun con el guante, no lograba disimular la falta del dedo. Dijeron que en
épocas anteriores a su casamiento, Malva, con serias dificultades económicas,
había trabajado en una fábrica de embutidos y que ahí las máquinas le habían
amputado un dedo. Mentiras todas, pues Malva jamás había carecido de medios
para vivir holgadamente. También dijeron que en un picnic, a la hora de la
siesta, un mono le había comido el dedo, creyendo que era un ejemplar de la
bananita llamada dedito de oro. Malva nunca probó una banana, jamás fue a un
picnic y menos en Brasil, donde hay tantos insectos.
El mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo
que decían de ella. Esto fue una suerte, pues bastante desdichada era ya con lo
que le sucedía. Sin poderlo remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de
locura, las partes más difíciles de alcanzar, de su carne. Por un ascensor
demorado en algún piso, por un teléfono público que se tragaba las monedas, por
un trámite demasiado largo en el Departamento Central de Policía, por una cola
interminable formada en queserías, donde se encaprichaba en comprar personalmente
queso Parmesano, por la conversación de una mujer charlatana, por la
incompetencia de una vendedora que se equivocaba de mercadería y explicaba por
qué se equivocaba, sin traer nunca la mercadería, quedaban pocas partes del
cuerpo de Malva sin mordiscos que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a
vestirse con trajes de baño o de baile, rehuía los veraneos y los bailes,
porque no podía exhibir su piel.
En los últimos tiempos en que mis amigos la
vieron no necesitaba de casi nada para impacientarse. La última vez fue por un
pucho encendido, que el marido tiró sobre la alfombra, recién traída de la
tintorería. El espectáculo resultó sorprendente. Yo no sabía que Malva tuviera
tanta elasticidad en el cuerpo. Hubiera podido trabajar de contorsionista en un
circo. Se arqueó como una víbora, y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el
talón, hasta arrancárselo. Felizmente llevaba puesta una culotte negra, de otro
modo el espectáculo hubiera sido indecoroso. Había gente: el ministro de
educación y una pianista italiana, a la elegante luz de las velas. Algunas
personas estúpidas aplaudieron. El marido de Malva la arrastró, no sé dónde,
fuera de la sala. Una hora después apareció solo y anunció que su mujer se
había sentido mal y que se había acostado. Al alejarse, poniéndose bufandas,
sombreros y abrigos, las visitas murmuraron algunos lugares comunes: "Hay
que nacer acróbata", "Hay que empezar desde la infancia",
"No se pueden hacer esas cosas de un día para el otro", "Hay que
dar tiempo al tiempo", "¿Se acuerdan de Claudia, cuando se
desnudó?", "Y Roberto que perdió el brazo izquierdo",
"Caramba, caramba".
Al día siguiente me anunciaron la muerte de
Malva. Fui al velorio. Le habían cubierto la cara con un velo espeso. Supe que
no habían tocado ningún objeto de su cuarto, para que yo eligiera, en memoria
de ella, el que más me gustaba. Me hicieron pasar. En el suelo quedaban aún las
marcas de pasos mojados, sobre la madera del piso, que comunicaba con el cuarto
de baño. Las miré atentamente. No eran improntas de pies humanos. Parecía que
un perro o un lobo hubiera rondado por ahí. Sobre su mesa de vestir miré el
peine y el cepillo con restos de cabellos. Pero, qué digo. No eran cabellos;
nada de humanos tenían esos pelos cortos, duros, negros, con las puntas
rojizas. Al pie de su cama encontré tres huesos, realmente preciosos, de forma
caprichosa. Reconocí el buen gusto de Malva, que descubría la belleza en todas
partes. Pregunté a su marido para qué Malva coleccionaba esos huesos, aunque
bien sabía que eran adornos. Me respondió que los usaba para afilar sus
dientes. "Era tan excéntrica" agregó con risa de lobo. Entonces
recordé la risa contagiosa de Malva. Una risa extraña, aguda, intempestiva, tal
vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo así.
No creo que nadie la quisiera mucho; a mí se
me cayeron las lágrimas. ¿Acaso uno quiere a las personas por sus cualidades
morales? El cariño es un misterio.
Volví junto al cajón, que habían dejado solo,
y arranqué el velo que la cubría, para verla por última vez. Debajo del velo,
que temblaba a la luz de los cirios, no hallé nada, sino el horrible encaje
tieso y blanco, destinado a adornar a los muertos.
Nunca sabré si Malva murió, si se destruyó íntegramente
a mordiscos, si está encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de
Brasil, donde a veces sueño que se ha perdido, después de huir en un barco.
Esta ciudad no era para ella. Que terminara tan pronto de comer su propio
cuerpo era humanamente imposible. Yo creo que aún le quedaban muchos dedos, una
rodilla, un hombro, la nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la
boca de una contorsionista como ella. No ha muerto, pensé, y esta sospecha me
pareció más horrible que la certidumbre de su muerte.
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