Algunas Bestias de la Literatura



EL DRAGÓN

El dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero estas son inescrutables. En general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras cada una provista de cuatro uñas. Se habla asimismo de sus nueve semblanzas; sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su cabeza a la del camello, sus ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente, su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila, las plantas de sus pies a las del tigre y sus orejas a las del buey. Hay ejemplares a quienes les faltan orejas y que oyen por los cuernos. Es habitual representarlo con una perla, que pende de su cuello y es emblema del sol. En esa perla está su poder. Es inofensivo si se la quitan.
La historia le atribuye la paternidad de los primeros emperadores. Sus huesos, dientes y saliva gozan de virtudes medicinales. Puede, según su voluntad, ser visible a los hombres o invisible. En la primavera sube a los cielos; en el otoño se sumerge en la profundidad de las aguas. Algunos carecen de alas y vuelan con ímpetu propio. La ciencia distingue diversos géneros. El dragón celestial lleva en el lomo los palacios de las divinidades e impide que éstos caigan sobre la tierra; el dragón divino produce los vientos y las lluvias, para bien de la humanidad; el dragón terrestre determina el curso de los arroyos y de los ríos; el dragón subterráneo cuida los tesoros vedados a los hombres. Los budistas afirman que los dragones no abundan menos que los peces de sus muchos mares concéntricos; en alguna parte del universo existe una cifra sagrada para expresar su número exacto. El pueblo chino cree en los dragones más que en otras deidades, porque los ve con tanta frecuencia en las cambiantes nubes. Paralelamente Shakespeare había observado que hay nubes con forma de dragón («some times we see a cloud that’s dragonish»).
El dragón rige las montañas, se vincula a la geomancia, mora cerca de los sepulcros, está asociado al culto de Confucio, es el Neptuno de los mares y aparece en tierra firme. Los reyes de los dragones del mar habitan resplandecientes palacios bajo las aguas y se alimentan de ópalos y de perlas. Hay cinco de esos reyes; el principal está en el centro, los otros cuatro corresponden a los puntos cardinales. Tienen una legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba; las piernas y la cola son velludas. La frente se proyecta sobre los ojos llameantes, las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asa. Cuando sube a la superficie de los océanos produce remolinos y tifones; cuando vuela por los aires causa tormentas que destechan las casas de las ciudades y que inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las distancias que los separan y sin necesidad de palabras. En el tercer mes hacen su informe anual a los cielos superiores.
De “El libro de los seres imaginarios” de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero. 1978 Emecé Editores, S. A., Buenos Aires.



LA SENTENCIA
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió: el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo. Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron: Cayó del cielo. 
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó: Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
De Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. 1940. Editorial Edhasa.
A BAO A QU
Para contemplar el paisaje más maravilloso del mundo, hay que llegar al último piso de la Torre de la Victoria, en Chitor. Hay ahí una terraza circular que permite dominar todo el horizonte. Una escalera de caracol lleva a la terraza, pero sólo se atreven a subir los no creyentes de la fábula, que dice así:
«En la escalera de la Torre de la Victoria, habita desde el principio del tiempo el A Bao A Qu, sensible a los valores de las almas humanas. Vive en estado letárgico, en el primer escalón, y sólo goza de vida consciente cuando alguien sube la escalera. La vibración de la persona que se acerca le infunde vida, y una luz interior se insinúa en él. Al mismo tiempo, su cuerpo y su piel casi translúcida empiezan a moverse. Cuando alguien asciende la escalera, el A Bao A Qu se coloca casi en los talones del visitante y sube prendiéndose del borde de los escalones curvos y gastados por los pies de generaciones de peregrinos. En cada escalón se intensifica su color. Su forma se perfecciona y la luz que irradia es cada vez más brillante. Testimonio de su sensibilidad es el hecho que él sólo logra su forma perfecta en el último escalón, cuando el que sube es un ser evolucionado espiritualmente. De no ser así, el A Bao A Qu queda como paralizado antes de llegar, su cuerpo incompleto, su color indefinido y la luz vacilante. El A Bao A Qu sufre cuando no puede formarse totalmente y su queja es un rumor apenas perceptible, semejante al roce de la seda. Pero cuando el hombre o la mujer que lo reviven están llenos de pureza, el A Bao A Qu puede llegar al último escalón, ya completamente formado e irradiando una viva luz azul. Su vuelta a la vida es muy breve, pues al bajar el peregrino, el A Bao A Qu rueda y cae hasta el escalón inicial, donde ya apagado y semejante a una lámina de contornos vagos, espera al próximo visitante. Sólo es posible verlo bien cuando llega a la mitad de la escalera, donde las prolongaciones de su cuerpo, que a manera de bracitos lo ayudan a subir, se definen con claridad. Hay quien dice que mira con todo el cuerpo y que al tacto recuerda la piel del durazno.»
En el curso de los siglos, el A Bao A Qu ha llegado una sola vez a la perfección.
El capitán Burton registra la leyenda del A Bao A Qu en una de las notas de su versión de las Mil y Una Noches.

LA ANFISBENA
La Farsalia enumera las verdaderas e imaginarias serpientes que los soldados de Catón afrontaron en los desiertos de África; ahí están la parca «que enhiesta como báculo camina» y el yáculo, que viene por el aire como una flecha, y la pesada anfisbena, que lleva dos cabezas. Casi con iguales palabras la describe Plinio, que agrega: «como si una no le bastara para descargar su veneno». El Tesoro de Brunetto Latini —la enciclopedia que éste recomendó a su antiguo discípulo en el séptimo círculo del Infierno— es menos sentencioso y más claro: «La anfisbena es serpiente con dos cabezas, la una en su lugar y la otra en la cola; y con las dos puede morder, y corre con ligereza, y sus ojos brillan como candelas». En el siglo XVII, Sir Thomas Browne observó que no hay animal sin abajo, arriba, adelante, atrás, izquierda y derecha, y negó que pudiera existir la anfisbena, en la que ambas extremidades son anteriores. Anfisbena, en griego, quiere decir que va en dos direcciones. En las Antillas y en ciertas regiones de América, el nombre se aplica a un reptil que comúnmente se conoce por doble andadora, por serpiente de dos cabezas y por madre de las hormigas. Se dice que las hormigas la mantienen. También que, si la cortan en dos pedazos, éstos se juntan. Las virtudes medicinales de la anfisbena ya fueron celebradas por Plinio.

ANIMALES DE LOS ESPEJOS
En algún tomo de las Cartas Edificantes y Curiosas que aparecieron en París durante la primera mitad del siglo XVIII, el P. Zallinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de Cantón; en un censo preliminar anotó que el pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo iniciado por su pluma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después, Herbert Allen Giles tomó la tarea interrumpida.
Según Giles, la creencia del pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época legendaria del Emperador Amarillo.
En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la Tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a simples reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.
El primero que despertará será el pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.
En el Yunnan no se habla del pez sino del tigre del espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.   
Los tres cuentos de De “El libro de los seres imaginarios” de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero. 1978 Emecé Editores, S. A., Buenos Aires.

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